sábado, 31 de octubre de 2009

Daños colaterales

Las hojitas de afeitar caían como sables sobre los rostros; los brazos en cruz, inertes, indefensos, no alcanzaban a defenderse de ellas; los niños fanatizados azuzaban la batalla con sus alaridos y chillidos.

Cayeron destrozados, mezclados con la nube de tierra levantada por el viento aquel seco día de verano.

El recuento final fue: seis barriletes con daños irreversibles en sus rostros y tajos varios en sus brazos de caña; dos con la cola y el hilo cortado; sólo uno sobrevivió ileso a la batalla, escapando del lugar con la cola entre las cañas.

Plazos establecidos

Quizás mi vida hubiese sido diferente si no me hubiesen suicidado aquel agosto del 57. Precisamente en horas de una madrugada añejada de frío, alguien abrió sus puertas -luego entendí que fue mi madre- y tuve que salir sin contemplaciones de aquel espacio tibio y tiernamente sensorial.
Comprendí entonces que alguien forzó el comienzo de mi muerte.

domingo, 11 de octubre de 2009

Sólo una mala noche

No es una noche más; es una noche diferente, carente de sonidos,
de plumas rotas, de poeta complaciente; con cesto de hojas abolladas.

Se ha extinguido la vela, derritiéndose sobre la cabellera de la musa que inerte reposa sobre la alfombra China, al costado de un perro de yeso sin cabeza, ambos víctimas de un enojo inspirativo que hablaba de un adiós.

Te lo advertí muchas veces; nunca intentes abandonarme en una noche de lluvia y borrachera.

Sin puntos intermedios

No sé bailar, tampoco me gusta hacer el ridículo (así me siento aunque nadie me preste atención); a vos no te gusta sentarte a una mesa de bar a tomar un café, no le encuentras sentido.

¿Habrá un punto intermedio entre nosotros?

Ufa, justamente ahora que llueve te cruzas en mi recuerdos (J)

sábado, 3 de octubre de 2009

La vida como si nada

La quinta campanada ha sonado, arriba en la terraza la bóxer Luna le ladra a una gata porque le ocupa su espacio. Los ruidos de la calle pintan el paisaje de la vida que no se detiene por nada.
Caen las horas en golpes de sol sobre la vía alquitranada, donde los cordones atan sus costados para que no se desarme el paisaje caudaloso de los autos que siguen a otros autos, con broncas, con insultos, con roces de chapas abolladas como si sus vidas fuesen armas disparadas, aceleradas, para llegar primeros a ninguna parte.
Los árboles vivos-inmóviles soportan a los perros que orinan en ellos pero siguen de pie como si nada y la vida en el vecino de la otra cuadra, el viejito de 104 años que mira el contorneo de cintura de la niña a través de la ventana y trata de recordar cómo era excitarse sobre la arena de sus playas, otrora juventud de no hace muchos años y sin embargo han pasado tantos.
Soy uno más de los suicidas peatones cruzando la calzada, entre los vehículos violentos que tratan de aplastar mi estupidez humana mientras el semáforo hastiado de sus tres colores los combina en marron y violeta. Entonces el mundo pierde su rumbo, sus reglas, sus rutinas, su cultura de animal domesticado.
Llego como puedo a una isla entre dos calles opuestas , sobreviviendo mis pasos. En ella mientras espero que se acabe el capricho del semáforo, te recuerdo en otra isla más lejana, más viva que ésta. Allí me sorprenden las últimas siete campanadas. Apenas transcurrieron segundos y toda una vida, sin embargo nada ha cambiado.