jueves, 30 de julio de 2009

Inolvidable noche

Hace dos semanas que te fuiste y me dejaste tirado en la cama abandonado como al gato en el perchero.

-Que me harías el amor como nunca antes nadie te lo hizo –remarcaste tu intención-

Abriste el maletín de cuero rojo que traías cada vez que llegabas a casa pero del que nunca supe su contenido; hasta entonces.
Sacabas raros aparatos y los tirabas sobre la cama, mientras yo te observaba recostado a medio vestir apoyado sobre el respaldo entramado de madera de caoba lustrada y dorado a la hoja –me gustan esas imbecilidades-.
Te detuviste en un par de esposas que brillaban a la luz de la lámpara en forma de hombre araña que colgaba del techo –otro gusto imbécil-.
Despacio, caminando como podías con tus tacos de aguja sobre la alfombra; te arrimaste seductora y dijiste con voz sensual:

- De esta noche no te olvidarás nunca…exprimiré tus jugos, despacito hasta que solamente quedes piel y hueso.

Finos hilos de baba comenzaron a escapar por el vértice de mis comisuras imaginando esos instantes preanunciados.

Con decisión extrema, tomaste uno a uno mis brazos, sujetando por cada muñeca con una esposa al respaldo entramado de madera de caoba lustrada y dorada a la hoja.
Sentí que la sangre se agolpaba con furia sobre el extremo más protuberante de mi libido: mi cabeza; que se confundía entre la realidad avasallante y febril con las escenas galopantes que sucederían en los próximos instantes.

Hace dos semanas que te fuiste; el mismo tiempo que no logro desprenderme de los aromas que emana mi cuerpo que se va degradando, deshidratando naturalmente, volviéndose piel y hueso atado aún con las esposas al respaldo entramado de madera de caoba lustrada y dorado a la hoja.

Nunca hubiese imaginado que tenías una hermana gemela y que ella era la que siempre llegaba a casa con ese maletín de cuero rojo y del que nunca supe su contenido; hasta entonces.

/Serie El gato en el perchero/

miércoles, 29 de julio de 2009

Un buen hombre

Apenas un metro y veinte del suelo y ya con panza; no vio aún su cuarto de vida y…

Sus pequeñas manos tenazas de miserias, recorrían la geografía de su nuevo mundo casi redondo, terso y apenas explorado.

- Es un buen hombre -decía mi padre- el será un buen partido.

No entendía mucho lo que quería decir pero sí, parecía un buen hombre. Se llegaba casi todos los días a casa; me traía pequeños regalos que aceptaba porque -no tienen nada de malo-, decía mi padre. Aún no entendía nada.

Llegó un día cuando estaba sola en la casa, lo dejé pasar –es un buen hombre decía mi padre-.

No entendía o trataba de entender el ardor entre mis piernas y esa cosa que hinchada dolía, partía, ardía…yo no entendía…

Y mi panza, quizás el hambre lo hinchaba, pero raro, siempre tuve hambre y nunca me sentí así, parezco embarazada…qué locura, solamente mi madre podía estarlo; recuerdo haberla visto antes de morir esa noche, decían que un niño la mató. No entendí nada.

Siguió viniendo cada tanto hasta que mi panza comenzó a llover llantos y a correr ríos de agua desbordada…y yo sin entender nada.

Desperté ya sin panza, quizás el hambre se calmó y se deshinchó o es que sólo estaba llena de agua, lo cierto que sobre la almohada manchada había un montón de billetes.
El señor nunca más regresó.

Después de todo mi padre tenía razón -era un buen hombre-.

domingo, 26 de julio de 2009

Hay días

Y hoy es uno de esos; donde me canso de ser humano, de ser correcto, de ser responsable, de ser educadamente pacífico. Estoy muy cansado de tanta miseria humana, de tanta falsedad, de tanta mentira.
Que mañana pase pronto.

Mala reputación


Frío y lluvioso día; en la penumbra de mi cerebro trataba de hablar con mi soledad pero la muy puta apenas me respondía, ella quería estar sola; decía que mi compañía destruía su esencia, bloqueaba su inspiración suicida. Le recomendé leer los poemas de un tal ciprés, que seguramente obtendría un resultado más inmediato que pretendiendo contener la respiración por largo tiempo; en algún momento el aire saldría disparado en forma de gases y eso sería insoportable; tanta podredumbre acumulada, vetusta y abyecta.

Mirándome de reojo, sonrió socarronamente como diciendo: ¡Que decís imbécil! ¡Ese tal ciprés no existe, es solamente una visión extemporánea y ordinaria de un poeta; que él se pudra en sus míseras soledades, yo quiero morir más dignamente!

Miré la lluvia que chorreaba cristales y escribí en la humedad condensada en su interior:

-Me cago en ese ciprés, no sirve ni para matar a mi soledad-

sábado, 25 de julio de 2009

El viejo edificio de la calle 22


Era mi última bocanada de vida que esa mañana aspiraba; ella había decidido marcharse temprano, apenas despuntaba el primer eructo del desayuno: café con leche y tostadas con mermelada de naranjas; su preferida.

Del perchero de la entrada a mi departamento, en el piso cuarto del viejo edificio de la calle 22, tomó su saco gris que colgaba al lado de mi gato que hace años permanece también colgado del collar azul y que con mirada vidriosa la observaba sin decir nada; sólo sonreía con una fría mueca de baba muerta.

Abrió con calma la puerta que da a la oscura boca del ascensor; del llavero en forma de corazón con las letras J y D grabadas, retiró la llave de acceso al viejo edificio, la dejó sobre el drossier, guardó el llavero en su cartera y volviendo la mirada cerró sus pasos en mi cara.

El gato seguía callado, pero esta vez sus fríos ojos orbitaron una sorpresa, una consternación acéfala coma grado cuatro.

- Otra loca que olvidó que en el viejo edificio de la calle 22, nunca se montó el ascensor de servicio.


/Serie El gato en el perchero/

Hablando con tu ausencia

Ayer te contaba en mis pensamientos, de mis regresos a casa, de esos quince minutos de angustioso divagar que invierto por el trazado de calles oscuras y silenciosas de las madrugadas de Córdoba, camino a parte de mi rutina también angustiosa y decadente, diferenciada de las otras solo por la presencia de mis hijas.
Digo angustiosos pensamientos, porque ellos rememoran a cada metro de camino recorrido, noche tras noche, esta insoportable levedad de ser, de estar sin estar, solo permanecer, tratando de no dejarme vencer por los inerte realidad que es mi vida. Y siento que la calesita da otra vuelta más, solo que cada vuelta es parte de una permanente rotación sobre el mismo eje, mirando los mismos paisajes, montando los mismos caballos, cansados y aburridos de permanecer fijos a un piso de madera.

Sabes, cuando dialogo con mi mente contándole estas cosas, imagino como se debe sentir encerrada en este complicado cuerpo, pobre de ella, pobre de mi espíritu que quiere volar, y que no encuentra su cielo, ni el viento necesario para despegar.

Otra madrugada, otros silencios de niñas dormidas, y tantas palabras que vuelvo e leer y releer, y sin embargo no las entiendo. Que mas da, será lo que deba ser, mañana, mejor dicho hoy, será un día distinto, al menos tratare de cambiar mi recorrido para volver a casa, quizás los pensamientos se renueven, eso dicen los que saben, hay que modificar recorridos, que la mente aprenda a modificar patrones. ¡Bah, que más da!. Espero que no se nuble el día, el vientito afuera no es buena señal para que podamos ver al señor sol.
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El mejor crítico

Saben, pero hace un par de años que tengo a mi gatito -ex vivo- colgado de un perchero a la entrada de mi casa, junto al viejo paraguas pingüino que no lo uso mucho ya que le falta la tela; decía, a este gatito se me ocurrió un día colocarle un bonito collarcito azul con una pequeña piedrita con su nombre grabado- el del gato, no de la piedra- pero no sabía que a los gatos no se le ponen collares por la razón expuesta, juegan sobre los percheros y corren el riesgo de quedar colgados; y bueno desde entonces me acompaña y es el mejor crítico de mi poesía, por supuesto nunca las comenta; aún no sabe leer ni escribir.

/Serie El gato en el perchero/

Inocencia asesina


El sol calcinaba la siesta santiagueña (Argentina); nadie sabe exactamente porqué un santiagueño duerme siempre siesta; la ignorancia mueve las lenguas de los que hablan por hablar.
Tomé mi gomera (así se llama en Santa Fe a la honda ciudadana), salí por enésima vez del inmenso patio de tierra de la casa de mis abuelos, rumbo al montecito cercano (en realidad en ese pueblito santiagueño casi todo era monte) dispuesto a seguir aumentando mi autoestima de niño con mucha puntería para matar pajaritos. De pronto se presentó la primera posible víctima, un chingolo; pajarito parecido a un gorrión con un canto muy armonioso y dulce, que saltaba (se mueve dando saltitos) de rama en rama sobre un espinillo, árbol muy común en la geografía santiagueña.
Preparé mi gomera, la “cargué” con mis bolitas de barro, (estas se hacían con tierra colorada y agua, se amasaba, se formaban tiritas, se las cortaba del tamaño deseado y poniendo un trozo entre ambas palmas de las manos, se les daba forma de esferas en movimientos circulares y se las deja secando al sol) de las cuales contaba con una gran provisión en mis reventados bolsillos. Sigilosamente esperé que el pajarito se colocara en una posición óptima para un certero disparo y cuando eso sucedió procedí a la ejecución con el resultado que esperaba. El certero impacto derribó al pajarito, que cayendo por entre las ramas del árbol, terminó en aleteos sobre el seco pasto del monte.

Acá cambió la historia; acá ocurrió un clic interior que modificó mi conducta de “niño asesino de pájaros”.
Al ver el esfuerzo que hacía el ave por levantarse, una gran pena interior se apoderó de mi, un terrible sentimiento de culpas (tenía apenas once años, de aquella época, año `68, diferentes a los once años de los niños de ahora), tomé el pajarito entre mis manos, intenté de todas maneras que no se muriera; pidiéndole que no lo haga, dándole la ternura en caricias sobre sus plumas, aplicando la inocente creencia que si le soplábamos “el culito” a un pajarito este no se moría.Nada funcionó; el chingolo se murió.

Lo tomé suavemente, caminé casi con lágrimas hasta un espacio abierto cerca de otros árboles, cavé un pequeño pozo en la tierra y lo sepulté junto con mi inocencia asesina.

A partir de ese día, nunca más maté pajaritos y la gomera solo sirvió para competencias con mi hermano mayor, de tumbar latas con bolillas de paraíso en el patio de tierra de casa.

Sueño de trenes ( I )


De niño tuve la suerte de vivir en estaciones de trenes; mi padre fue jefe de estación en varios pueblos de la provincia de Santa Fe (Argentina).
Mis juegos, mis aventuras, mis sueños, tenían forma de vagones, de rieles, de locomotoras a leña o a vapor como quieran llamarlas (la leña era quemada en la caldera de la locomotora y eso hacia que se produzca vapor en tuberías interiores, hechos que por su presión permitían el desplazamiento de la máquina).

Solía escaparme en las siestas de los ojos de mi padre y caminar por las vías indefinidamente hasta que el silencio de tantos campos y el miedo a los duendes que rondaban las tardes me hacían volver.
Tenía dos placeres en esas travesías: uno; mantenerme firme en esos escasos centímetros de ancho del riel y sin caerme por el mayor tiempo posible; el otro era contar todos los durmientes hasta llegar a la señal de entrada del pueblo y limpiar las piedras que estaban sobre ellos; hecho que me solía llevar bastante tiempo hacerlo.
Solía subirme por las escaleras de hierro hasta la punta de la torre de la señal ferroviaria que para mi altura de niño era infinita, y espiar los nidos de cotorras que allí anidaban (siempre que mi papá no los hubiese desarmado; decía que era peligroso para el funcionamiento del mecanismo de la señal).

Este mecanismo era un sistema de poleas puestos en la torre y debajo, al costado de la vía. por donde corría un cable de acero trenzado similar a los cables de frenos de bicicletas pero mucho más gruesos. Este cable en el otro extremo, estaba fijo a unas palancas de acero que se disponían en el andén de la estación en un total de 6: 2 para las señales; izquierda y derecha; 2 para desviar los trenes desde la vía primera a la segunda y viceversa y 2 para desviarlos desde la segunda a la tercera y viceversa. Estas palancas funcionaban de modo también similar a las palancas de frenos de las bicicletas y su función era bajar o subir una señal (como un aspa de chapa) que estaba en las torres antes mencionadas. Estas señales eran indicadores para los maquinistas de los trenes de cual era la situación de tránsito de las vías; si estaba baja habilitaba el paso del tren y por el contrario, si estaba hacia arriba se debía detener el tren y esperar su habilitación desde la estación.

Pude ver pasar tantos kilómetros de trenes y miles de rostros asomados a sus ventanillas, cada uno quizás con tantos sueños como los míos, quizás muchos pudieron concretarlos yo sigo aún esperando trenes, aunque el progreso destructor los haya detenido.

(Continuará)

No me contradigas


Nada es más preciso y más exacto que ser uno mismo; los errores se suceden continuamente y eso da la posibilidad de modificar conductas, acciones, para que no se repitan; si eso no sucede, si se vuelven recurrentes, solo cambia de vereda, en la otra podrá haber una piedra pero será diferente y además irás alerta sabiendo que puedes volver a tropezar.

Nada tampoco es eterno, sólo existe la posibilidad de un esfuerzo mayor para que algo dure un poco más; a veces ese instante sirve de reflexión para poder seguir o abandonar y continuar otra búsqueda.

Nada debe detenerte, aunque a veces la negación sea muy fuerte y te paralice, y no te deje reacción, y la apatía impida romper tu inercia.

Haz lo que yo digo siempre que te sirva y nada de lo que yo hice, porque eso ya es fracaso seguro.

Urgencias apuradas


Acostumbrado a no tener tiempos, a desmerecer la vida entre relojes, calles atascadas, gente apurada, hasta yo mismo que me veo corriendo como si la urgencia fuese tan necesaria. Creo que se ha vuelto rutina esto de andar apurado, y el día que no la tenga, como cada monótono fin de semana, me encuentro perdido, desorientado, casi como autómata recorriendo el día sin saber a donde ir. Para colmo hoy la lluvia, inconstante lluvia, que lucha en guerra sin cuartel con el sol por preponderar en su tiempo de permanencia y que aseguro es sin treguas.

He leído con angustia la urgencia de la gente por matarse, en nuestras rutas, en una total contradicción, viajan apurados para poder disfrutar más su tiempo disponible y solo apuran su tiempo de partida definitiva.

¿Y los días que quedaron sin vivir, y los amores que quedaron sin amores?

Dos realidades parecidas; apurarse para no llegar jamás, estancarse sin encontrar un camino para seguir, dos opciones, un mismo final; la nada.

Otra estupidez humana



Las noticias pintaban un ridículo estado de desesperación al temor a la despersonalización de algunos habitantes españoles; en cuanto a su fe y no fe religiosa. Unos por un lado publican una propaganda colectiva (pegada en colectivos) sobre la dudosa existencia de un dios y por lo tanto que la vida hay que vivirla y ya; por el otro la iglesia o quienes la representan en una contraofensiva de fe (ellos dicen que no lo es) también decidieron su propia campaña de apoyo a su dios profesando que la única manera de vivir es a la manera de él.

Hace un tiempo vengo presenciando situaciones parecidas a estas intolerantes campañas; donde ser o no creyente parece marcar un límite finito que determina la vida en el mundo, algo tan absurdo que raya en la estupidez humana.
Creyentes versus no creyentes, la vieja historia del mundo y por la que murió demasiada gente, incoherentemente si la consideración es que todos somos hijos de un dios único.
De buena fe tengo que aclarar que soy un no creyente practicante y totalmente en paz conmigo mismo. Las razones quizás a nadie le importe pero voy a hacer un pequeño resumen.
Los que pretendieron “enseñarme” (¿enseñarme?) a tener fe eran más hipócritas que un político de turno; los libros de fe me hablaban de represiones por no creer en él; las comadronas en las iglesias, las que se acostaban con el cura luego de misa, me pegaban coscorrones porque durante la misma solía divertirme mirando al monaguillo de turno sacándose los mocos con los dedos; la hipocresía de los que expiaban sus culpas con una miserable moneda a la madre adolescente que cargaba su niño en brazos en la puerta de la iglesia, por supuesto sin zapatillas y que luego de golpearse el pecho en mea culpa, salían despavoridos de la iglesia rumbo a sus nuevos pecados, total la próxima confesión limpiaría su conciencia para la reincidencia habitual y por supuesto; la indiferencia de mi padre que a golpes de alcohol desahogaba sus pecados con su esposa, mi madre.
Si hasta ese dios que dicen que existe consideró que nos hizo imperfectos por eso nos dio el derecho al libre albedrío y con esa enmienda espiaba sus culpas por su falibilidad; después de todo no era perfecto, si nos hizo a imagen y semejanza de él.

Nadie tiene la razón absoluta en este mundo, nadie tiene derechos a escudarse detrás de su verdad o su mentira y desprestigiar con agravios al otro; cada uno tiene derecho a ser quien quiere ser y a vivir como se la cante, mientras su vivir no moleste la salud ni la decencia de nadie.

El final de la agonía




En la grietas de la razón, la inconsciencia graba desde las retinas que sangran; la barbarie de los años. Nada detiene el resplandor de las bombas sobre las angustias de los corazones, que atestiguan con su impotencia la terrible película que se desarrolla sobre este mundo maltratado y malherido, que sigue incubando los embriones podridos, nefastos, de la violencia humana y sus intereses mezquinos.
Cuando la barbarie sea la única razón de subsistir, sobre las conciencias quedará sellada la hora, que marcara el final de la agonía.

Curiosamente esta prosa fue reconocida en el mes de febrero del 2009 con el primer premio del primer concurso de prosas de Mundo Prosa; pura casualidad.